sin querer se ha pronunciado,
es aquel que he dedicado
a la profesión odontológica.
Y es hay que poner mucho cuidado
para no moder la mano que alimenta,
y mucho menos a quien se ha esmerado
en darle a nuestra boca más que olor a menta.
Los llamamos dentistas u odontólogos,
tiene dedicación y entrega absoluta
como los sacerdotes cienciólogos,
de entrega plena e impoluta.
Mi doctora es, por mi suerte, excelente,
justa, observadora, fina y delicada
igual cuando atiende un simple diente
o cuando se enfrasca con toda la quijada.
Sus manos son herencia, al igual que su saber
porque tiene de ejemplo a una gran doctora
de esas que a todos les gustaría tener,
que no es otra que su propia progenitora.
Y su juventud no le impide ser profesional,
y eso, ciertamente, no le resta mérito alguno,
porque una cosa es lo personal,
en lo que tampoco le gana ninguno.
Dios sabe lo que hace, eso no hay que dudarlo,
agradezco pues a él, por tanta suerte que invoca,
y honor a quien es muy justo darlo,
en especial a quien cuida tanto mi boca.
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